domingo, 12 de abril de 2015

Escapada







Recibió el cambio que le entregaba el panadero y se despidió, esbozando una sonrisa, con un breve gesto de asentimiento.

-    Hasta mañana Itziar.

-    Hasta luego Rafa.

Traspasó el umbral del obrador y se introdujo en una mañana de primavera indecisa. El sol de abril se mostraba tímido, tamizado por las nubes que velaban un cielo acariciado por  el ligero viento del norte que aleteaba a intervalos.

Había transitado por una semana que prefería olvidar lo antes posible; los días se le amontonaron desde el mismo lunes, en un tráfago que había sembrado el desasosiego en su ánimo.

El sábado no se presentaba mejor. A pesar de ser su día de libranza en el hotel, la tarde anterior el jefe, clavando en ella el vacío y la indiferencia de su mirada de psicópata, componiendo  un rictus cuya visión desaconsejaba una negativa, le había endosado el encargo de recibir a un grupo de turistas que llegaría en torno a las cuatro de la tarde. ¡ Otro día perdido !



Atravesaba el viaducto en dirección  a Las Vistillas. Se detuvo y admiró el horizonte inmenso que se ofrecía ante ella. A pesar de las mamparas antisuicidas cuya construcción fue perpetrada años atrás por unos regidores carentes de sensibilidad estética e investidos de un paternalismo ramplón, el lugar ofrecía una de las vistas más espectaculares de Madrid. Al fondo el perfil inconfundible de la Sierra, donde las últimas manchas de nieve retrocedían doblegadas por la subida de las temperaturas que devolvería inexorablemente a la cadena montañosa su característico perfil glauco.

Comenzó a identificar los accidentes del relieve. Se fijó en el alto de Las Guarramillas, el punto más occidental del cordal de la Cuerda Larga, popularmente La Bola del Mundo, para los montañeros simplemente La Bola. Sabía que en el año 1959 entró en funcionamiento el repetidor de televisión ubicado en su cumbre. En las pantallas en blanco y negro de la época, lo había visto en un documental, aparecía un globo terráqueo y sobre él, en el centro de España unas antenas en forma de cohete que emitían ondas semicirculares. Probablemente ése sería el origen de la nomenclatura alternativa que había acabado por eclipsar el nombre oficial, conocido únicamente por unos pocos.

Una idea súbita le iluminó la sonrisa. Lanzó una mirada rápida al reloj y se encaminó con decisión hacia su coche, estacionado en las inmediaciones. Arrojó las barras de pan al asiento del acompañante y enfiló  la autovía de La Coruña.

Tras una hora escasa de trayecto estacionó el vehículo en el aparcamiento semivacío del Puerto. Extrajo de la guantera el reproductor de música, e imbuida por el admirable vigor de la trompeta de un Kenny Wheeler octogenario se lanzó hacia el camino de Las Cabrillas.

Rodeada por montañeros enfundados en prendas técnicas, su indumentaria urbana: pantalón vaquero, sudadera de felpa, playeras y auriculares, suponía un curioso contraste sobre el fondo alpino.




Ahora, la suela lisa de sus zapatillas le dificultaba el avance por el tramo final del recorrido, oscurecido por la niebla que ascendía desde la Garganta del Infierno en hilachas grisáceas. Apartándose de la traza abierta se detuvo a contemplar los últimos neveros.




A partir del siglo XVII y especialmente durante el XVIII y XIX se consolidaron las rutas de la nieve, que abastecían a las ciudades de tan preciado elemento. Imaginó las recuas de mulas camino del Puerto de Navacerrada, transportando los enormes y níveos fardos  prensados y recubiertos de paja, desde los pozos de nieve situados  junto a los ventisqueros, como el de La Condesa que tenía ante sí.




La boira se dispersó súbitamente, como su ensoñación. Vislumbró en lontananza las torres de la Plaza de Castilla, recordó su obligación laboral y comprendió que era el momento de emprender el regreso. 

Caminaba serena. Su pequeña e improvisada aventura había resultado un reconfortante bálsamo para cicatrizar la herida infligida por una semana calamitosa...





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