Después del furioso chaparrón de otoño, caminaba por una cuadrícula
perfecta de calles, sin prisa, confiando su rumbo al azar. En ocasiones, al
embocar alguna callejuela, vislumbraba bajo un cielo plomizo el resplandor
luminiscente del mar.
Había encontrado a su paso numerosos
grupos de chicos. En algunos, a pesar de su juventud, percibía de modo ostensible por su manera de desenvolverse, por sus expresiones, la mareta de la superficialidad, la indiferencia y el nihilismo, rasgos de personalidad que nuestra sociedad favorece con prodigalidad.
Es un signo de los tiempos. Ajenos a la evidencia de que el contador de su vidas ya estaba en marcha, avanzando
con tenacidad, dentro de unos años, transcurrido el periodo de su existencia en
el que el viento tal vez sople a favor, se toparían bruscamente con una realidad cuyos
atributos principales: la aflicción, el desamparo y la frustración, por diversos motivos les habían sido hurtados y
para afrontar la cual, pusilánimes, carentes del temperamento preciso y del soporte intelectual y ético necesario, no estarían capacitados, inmóviles en una suerte de hibernación, en una espera indeterminada e incierta, abocada a la desesperanza, de la que muy
pocos, los dotados de lucidez y temple, lograrían escapar.
Frente a la playa aspiró los aromas que transportaba la brisa, y con la vista fija en un lejano barco que atravesaba el horizonte, dejó escapar el torbellino que bullía en su mente...