Habían
consumido, en base a un juicio temerario, una enorme porción de su tiempo vital
persiguiendo una quimera, tratando de establecer el cerco que atrapara en su
interior los volátiles vapores de la felicidad. El azar, el destino, antes de asestar
el zarpazo definitivo, les habría lanzado avisos reiterados,
trazando en la piel de muchos de
ellos indelebles cicatrices que
deberían haber alentado la intuición del peligroso error de concepto que los ofuscaba.
Por
su parte, no sería partícipe de esa transacción: el bienestar futuro, incierto e ilusorio al
precio del dolor presente y tangible.
Aguzar
la observación, apartar la tupida maraña de prejuicios y extraer del caos unas
pocas leyes esenciales, bien es cierto
que no infalibles, resultaba perentorio.
Reflexionaba
sobre estas cuestiones sentada ante una cerveza mediada en una terraza del
paseo marítimo. La bonanza de la primavera incipiente, propiciaba la presencia
de numerosos viandantes a los que observaba distraída, abandonado definitivamente
el libro sobre la mesa. En
ocasiones le llegaban retazos de conversaciones desde las mesas más próximas que la sacaban de su ensimismamiento.
En el rostro de algunas personas que tenía frente a sí, pensó, se reflejaba la evidencia de que, por muchos años que vivieran, ya habían ejecutado las últimas notas de su partitura, postreras vibraciones que, sostenidas, únicamente esperaban su disolución en el aire, en la nada…
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