viernes, 27 de marzo de 2015

La visión de los pioneros del siglo XIX (Louis-François Ramond, James Erskine Murray)






Los glaciares destellaban y la cima del Monte Perdido, completamente resplandeciente de celestes claridades, parecía no pertenecer ya a la tierra. En vano trataría de describir lo que su aparición tiene de inopinado, de asombroso, de fantástico en el momento en que se baja el telón, en que se abre la puerta, en que se toca por fin el umbral del gigantesco edificio: las palabras se arrastran lejos de una sensación más rápida que el pensamiento; no se cree en los propios ojos; se busca alrededor de sí un apoyo, comparaciones; allí todo se niega a la vez; un mundo acaba, otro comienza, un mundo regido por las leyes de otra existencia. ¡Qué descanso en esta vasta muralla donde los siglos transcurren con un paso más ligero que aquí abajo los años! ¡Qué silencio en estas alturas donde un sonido cualquiera es el temible anuncio de un gran y raro fenómeno! Qué calma en el aire, el cielo, la tierra y las aguas: todo parecía recogerse en presencia del sol y recibir su mirada con un inmóvil respeto.

 Louis-François Ramond, Voyages au Mont-Perdu (1801)




Aquellos que se deleiten viendo la naturaleza en sus más solitarias soledades, y hallándose a sí mismos en aquellas regiones tan lejanas [...] donde los pensamientos e imaginaciones más altos ocupen su lugar, donde su propia insignificancia como seres humanos aparezca fuertemente real, y donde los sentimientos de omnipontencia y eternidad desalojen todos los otros, pueden complacerse en el pináculo del Monte Perdido.


James Erskine Murray, A Summer in the Pyrenees, (1837)


Nos apresuramos, nos abalanzamos, alcanzamos jadeantes la meta deseada... Un grito de alegría anuncia el cambio de escena: un silencio triste le sucede con el aspecto de un nuevo mundo, de profundidades que nos separan, de los glaciares que lo rodean y de la nube que lo cubre; ¡espectáculo horrible y sublime del cual se colman todas nuestras facultades! Un instante indivisible lo había desarrollado en toda su majestad; y varios instantes no bastaban para coordinar con él nuestros sentidos. ¡Aquí está el Monte
Perdido!, ¡aquí está el Monte Perdido, nos decíamos unos a otros!; y sin embargo
nadie lo distinguía todavía en ese caos de rocas, de nieves y de vapores.


Louis-François Ramond, Voyages au Mont-Perdu et dans la partie adjacente des Hautes-Pyrénées, Paris, Chez Belin, 1801.





Allí, solo, en un sitio que nunca ha pisado el pie del hombre, llegado a esa altura que me recordaba la de los Alpes y el tiempo en que los recorría, enfrente de ese cielo que, desde lo alto de sus cumbres, no había visto más que sereno y que raramente me ha sonreído en la cima de los Pirineos, en ese lúgubre silencio, interrumpido de tiempo en tiempo por el viento que pasa por los cielos, como nosotros sobre la tierra, mi pensamiento se entregaba a los recuerdos del pasado. Me parecía dominarlo como el mundo y mi alma, encogida por el profundo sentimiento de los estragos del tiempo, no encontraba más que ruinas en mí, como a mi alrededor.


Louis François Ramond, Observations faites dans les Pyrénées... (La Maladeta)




No hay comentarios:

Publicar un comentario

¿Tú cómo lo ves?