Nada sucede dos veces
ni va a suceder, por eso
sin experiencia nacemos,
sin rutina moriremos.
En esta escuela del mundo
ni siendo malos alumnos
repetiremos un año,
un invierno, un verano.
No es el mismo ningún día,
no hay dos noches parecidas,
igual mirada en los ojos,
dos besos que se repitan.
(Wislawa Szymborska, fragmento de "Nada dos veces"
Tras unos instantes de concentración, con un esfuerzo para el que precisó aunar todas las fuerzas disponibles, tensó los músculos vencidos por la lasitud y emergió del duermevela, bañada en sudor y con la sensación de que el verano, materializado en una boca inmensa en cuyas fauces se atisbaba una eterna noche tropical, estaba a punto de engullirla.
Se había soñado inmersa en un día de horizontes brumosos, cegada por una luz de brillos hirientes, inmovilizada por una espesa calina que le embotaba el entendimiento, mientras un sol bicéfalo derramaba un magma incandescente sobre una inmensa llanura plana.
Aturdida y confusa, caminando por mera intuición, se introdujo en la ducha, accionó el pulsador con desesperación y dejó que el agua fría corriera por su piel. Respiraba mejor, como si su cuerpo fuera capaz de captar por todos los poros, en una suerte de ósmosis, el oxígeno contenido en el agua.
Comenzó a razonar con lucidez. Retomó las coordenadas espacio temporales abolidas por el delirio onírico que la había atenazado.
Cerró los ojos unos instantes; imaginó... Era muy tenue, un eco lejano, incluso diría que un breve hálito fresco le había acariciado las mejillas húmedas y brillantes.
Quizá una llamada a cerrar filas frente a la frustración, la sumisión y la desesperanza que, sin cuartel, pugnaban por doblegar su ilusión, su voluntad, por laminar su vida. Tiempo de pactar con el tedio, de arrancarle otro día...