(…) el alto Tajo no es una suave corriente entre colinas,
sino un río bravo que se ha labrado a la fuerza un desfiladero en la roca viva
de la alta meseta. Y todavía corroe infatigable la dura peña saltando en
cascada de un escalón a otro, como los que han dado nombre a aquella hoz. Sí,
el esfuerzo del río continúa: lo demuestra el aspecto caótico de obra a medio
hacer, con los desplomes de tierra al pie de los acantilados, las enormes peñas
rodadas desde lo alto hasta en medio del cauce, la rabia de las aguas y su
espumajeo constante. El río bravo sigue adelante, prefiriendo la soledad entre
sus tremendos murallones, aislado de la altiplanicie cultivada y de sus gentes,
para que nadie venga a dominarle con puentes o presas, con utilidades o
aprovechamientos. Los pueblos le huyen, asustados por las bajadas al barranco y
temerosos de las riadas. Apenas los pastores y los trajinantes se le acercan
por necesidad. Sólo los gancheros se atreven a convivir con él, y aun así
parece encabritarse para sacudirse los palos de sus lomos y enfurecerse más aún
contra los pastores del bosque flotante.
José Luis Sampedro (“El río que nos lleva”)
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