El
paisaje alrededor […] era grandioso […]: verdor turmalina en los bosques de
coníferas, montes de piedra de un tono obsidiana, los picos dentados de las
cordilleras, como guadañas melladas que parecían rasgar el vientre de las nubes
hasta convertirlas en jirones. Cúmulos y cirros, ora blancos y ora grises, el
cielo acuchillado por las cumbres agrestes, la lengua de los glaciares bebiendo
insaciable del mar. Y el frío que se sentía descender desde las enormes montañas que cierran el
este del golfo de Alaska.
Más
adelante, las montañas crecían alrededor del barco y parecían grandes
paquidermos que nos dieran la
espalda. Entre ellas se formaban hendiduras por donde caían hilos de nieve y agua de deshielos. Detrás, nuevas
montañas crecían más altas aún. El cielo se cubría a veces
de nubes negras y otras eran de
límpido azul. Había tanto cielo sobre el canal que uno podía verlo pintado de varios
colores. En algunas montañas, las nubes
descendían hasta tapar sus cumbres. En
otras refulgía la nieve bajo el sol.
En
aquel escenario de vida libre y dura podía pensarse que la naturaleza nos
ignora, que desdeña incluso el dolor que le causamos, que es inhumana por más
que intentemos modelarla a nuestro antojo. Y que hagamos lo que hagamos, tanto
herirla como protegerla, le resulta indiferente, porque acabará con nosotros
tarde o temprano. Es un dios tenaz, exento de piedad y sin cerebro.
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