jueves, 22 de enero de 2015

El Río de la Luz (Javier Reverte)






El paisaje alrededor […] era grandioso […]: verdor turmalina en los bosques de coníferas, montes de piedra de un tono obsidiana, los picos dentados de las cordilleras, como guadañas melladas que parecían rasgar el vientre de las nubes hasta convertirlas en jirones. Cúmulos y cirros, ora blancos y ora grises, el cielo acuchillado por las cumbres agrestes, la lengua de los glaciares bebiendo insaciable del mar. Y el frío que se sentía descender  desde las enormes montañas que cierran el este del golfo de Alaska.


Más adelante, las montañas crecían alrededor del barco y parecían grandes paquidermos que nos dieran la espalda. Entre ellas se formaban hendiduras  por donde caían hilos  de nieve y agua de deshielos. Detrás, nuevas montañas crecían más altas aún. El cielo se cubría  a veces  de nubes negras y otras  eran de límpido azul. Había tanto cielo sobre el canal que uno podía verlo pintado de varios colores. En algunas  montañas, las nubes descendían  hasta tapar sus cumbres. En otras refulgía la nieve bajo el sol.



En aquel escenario de vida libre y dura podía pensarse que la naturaleza nos ignora, que desdeña incluso el dolor que le causamos, que es inhumana por más que intentemos modelarla a nuestro antojo. Y que hagamos lo que hagamos, tanto herirla como protegerla, le resulta indiferente, porque acabará con nosotros tarde o temprano. Es un dios tenaz, exento de piedad y sin cerebro.




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