A través del ventanuco las hilachas de niebla se desplazan veloces, se reagrupan y ocultan el roquedo que, de cuando en cuando, se descubre de través durante unos instantes, fantasmagórica presencia vislumbrada en la brumosa mañana.
En la reducida estancia, en los irregulares anaqueles de sus muros, junto a herrumbrosas sartenes, reposan algunos víveres y enseres de fortuna: latas de conserva, un cabo de vela, un viejo mechero...
Ahora la cabaña sufre un estremecimiento que nos recuerda su precario armazón, azotada en un crescendo del viento que interpreta sus notas más altas.
En el banco de la derecha, su joven compañera, con el cabello corto y fosco, y los ojos fijos en el suelo, sostiene un tazón de té que lanza al aire detenido caprichosas formas de un humo tenue y evanescente, como esos penachos de nubes que con frecuencia, incluso en los días de verano, emergen tras una alta cima.
De espaldas, un tercer hombre observa cómo en el exterior la ventisca agita la escasa vegetación, complacido por la progresiva sensación de bienestar que experimenta.
La figura más próxima a la chimenea ofrece un trago de vino a los demás, que aceptan complacidos el reconfortante y espeso líquido rojo que mana del curtido cuero de la bota.
Se disponen a reponer fuerzas, dando cuenta de diversos alimentos que han ido aportando al trozo de banco desvencijado que oficia como mesa.
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