Forjé un eslabón un día
otro día forjé otro y otro.
De pronto se me juntaron
-era la cadena- todos.
(Pedro Salinas)
El aire resbala desde el norte y se introduce en la
campiña sin encontrar apenas resistencia. Zarandea la escasa vegetación que, reseca tras muchos días de bochorno, se desentumece emitiendo numerosos crujidos. El hombre, piel dura de cuero, cabellos largos y barba rala, agradece el frescor inesperado que revitaliza su nervudo y gastado cuerpo.
La pista polvorienta se agita en una súbita tolvanera que compone un caprichoso remolino.
Mientras contempla las evoluciones de un águila real, el hombre, desliza la mano por su rostro en un gesto reflexivo para, finalmente, llevársela a la frente como un remedo de visera que le permita observar el cielo con mayor comodidad.
Tras un rato de distracción con la rapaz, se acomoda a la sombra de un chaparro, introduce sus dedos en la gastada bolsa de lona que porta a un costado y extrae un cuaderno de tapas sólidas y hojas amarillentas que abre por su parte central. Con un pequeño lápiz de punta roma comienza a poner por escrito las impresiones que la caminada ha depositado en su ánimo, dirigiendo su mirada de tanto en tanto a la lejanía, con expresión reconcentrada, como a la búsqueda de los términos precisos que mejor reflejen lo que desea expresar.
Al cabo, tras completar varios renglones con letra irregular, efectúa con firmes trazos un dibujo y tras repasar el texto, conforme con el resultado, cierra el diario, se recuesta en el tronco y observa las caprichosas formas cárdenas que aparecen sobre el horizonte, hasta que una plácida somnolencia le afloja los párpados...
otro día forjé otro y otro.
De pronto se me juntaron
-era la cadena- todos.
(Pedro Salinas)
El aire resbala desde el norte y se introduce en la
La pista polvorienta se agita en una súbita tolvanera que compone un caprichoso remolino.
Mientras contempla las evoluciones de un águila real, el hombre, desliza la mano por su rostro en un gesto reflexivo para, finalmente, llevársela a la frente como un remedo de visera que le permita observar el cielo con mayor comodidad.
Tras un rato de distracción con la rapaz, se acomoda a la sombra de un chaparro, introduce sus dedos en la gastada bolsa de lona que porta a un costado y extrae un cuaderno de tapas sólidas y hojas amarillentas que abre por su parte central. Con un pequeño lápiz de punta roma comienza a poner por escrito las impresiones que la caminada ha depositado en su ánimo, dirigiendo su mirada de tanto en tanto a la lejanía, con expresión reconcentrada, como a la búsqueda de los términos precisos que mejor reflejen lo que desea expresar.
Al cabo, tras completar varios renglones con letra irregular, efectúa con firmes trazos un dibujo y tras repasar el texto, conforme con el resultado, cierra el diario, se recuesta en el tronco y observa las caprichosas formas cárdenas que aparecen sobre el horizonte, hasta que una plácida somnolencia le afloja los párpados...
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