sábado, 30 de agosto de 2014

Jamás podré olvidar...






En la ultraconservadora España de 1876, no tan diferente de la actual en algunos aspectos, si consideramos que ha transcurrido casi un siglo y medio desde entonces,  un puñado de profesores universitarios expulsados de sus cátedras fundan la Institución Libre de Enseñanza, oxigeno puro para el panorama educativo y político mediocre del momento. Inspirador  de la misma fue D. Francisco Giner de los Ríos  (1839-1915). Filósofo y pedagogo, destacan sus aportaciones a la educación, concebida como instrumento de regeneración e igualdad social. 

De sus numerosos escritos transcribo a continuación unos fragmentos de "Paisaje" (1886). La zona descrita en el primero de ellos resultará familiar a los habituales de la Sierra de Guadarrama.


Jamás podré olvidar una puesta de sol que, allá en el último otoño, vi con mis compañeros y alumnos de la Institución Libre desde estos cerros de las Guarramillas. Castilla la Nueva nos aparecía de color de rosa; el sol, de púrpura, detrás de Siete Picos, cuya masa fundida por igual con la de los cerros de Riofrío en el más puro tono violeta, bajo una delicada veladura blanquecina, dejaba en sombra el valle de Segovia, enteramente plano, oscuro, amoratado, como si todavía lo bañase el lago que lo cubriera en época lejana. No recuerdo haber sentido una impresión de recogimiento más profunda, más grande, más solemne, más verdaderamente religiosa.




Y entonces, sobrecogidos de emoción, pensábamos todos en la masa enorme de nuestra gente urbana, condenada por la miseria, la cortedad y la exclusividad de nuestra detestable educación nacional a carecer de esta clase de goce que favorece la expansión de la fantasía, el ennoblecimiento de las emociones, la dilatación del horizonte intelectual y el amor a las cosas morales que brota siempre al contacto purificador de la naturaleza.

A poco, sin embargo, que se reflexione sobre los diversos elementos en que cabe descomponer el goce que sentimos al hallarnos en medio del campo, al aire libre, verdaderamente libre (que no lo es nunca el de las ciudades), se advierte que este goce no es sólo de la vista, sino que toman parte en él todos nuestros sentidos. La temperatura del ambiente, la presión del aura primaveral sobre el rostro, el olor de las plantas y flores, los ruidos del agua, las hojas y los pájaros, el sentimiento y conciencia de la agilidad de nuestros músculos, el bienestar que equilibra las fuerzas todas de nuestro ser, y hasta el sabor de las frutas, por prosaico que parecer pudiera a la sensiblería de una estética afectada y romántica.

Lamentablemente hoy escasean en las instituciones políticas y educativas  personas con la clarividencia, brillantez y nobleza de Giner. 

Palabras que destilan sensibilidad hacia el paisaje, cuya contemplación desencadena en el autor una reflexión acerca de la importancia de la cultura y la educación y su influencia en las personas: conciencia social. Nada que ver con  la jerigonza soez y  ramplona que vomita continuamente la turbia chusma cuyo desgobierno, en todos los ámbitos de la sociedad, padecemos.

Como antídoto infalible contra el mal que causa escuchar el discurso vacuo de esta gente plana, conviene recuperar  las palabras que nos dejaron algunas personas juiciosas.



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